Los venezolanos de TransMilenio

Venezolanos en Colombia
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Noticias Capital (Migración)
Vie, 17/11/2017 - 09:48

Aunque el bus biarticulado va a una alta velocidad por la troncal de la NQS, él solo se aferra con sus piernas para no caer. Es lo que ha hecho toda su vida, incluso contra las circunstancias que lo trajeron aquí. Se llama William D., proviene de Turmero, Maracay, Aragua, y en sus manos tiene una caja llena  de envolturas blancas. Es uno de los cientos de venezolanos que ahora se buscan la vida en el TransMilenio de Bogotá.

Va vestido con un largo camisón de béisbol por los corredores del bus. Ofrece pastillas de menta a un público escéptico, no sin antes valerse de la introducción de todos sus compatriotas: «como ustedes pueden notar por mi acento, yo vengo de Venezuela». Llegó a Bogotá hace nueve meses, luego de vender su negocio de comidas tras una situación insostenible. «En Venezuela no hay futuro, no se consigue comida». Como él, se calcula que hay en el país más de 50.000 nuevos residentes venezolanos con papeles legales, según Migración Colombia. La cifra de los que no tienen papeles puede ascender a 350.000, una bomba demográfica que engrosa las filas del empleo informal.

William primero probó suerte como mesero, un empleo conseguido gracias al hogar de la comunidad mesiánica que lo acoge en la capital. Sin embargo, decidió vencer la vergüenza y empezó a dedicar su tiempo libre a la venta de dulces en los buses deTransMilenio. Nadie pudiera pensar que esa actividad, enclavada en la informalidad y la falta de volumen de ganancias, pueda servir para sostenerlo a él y a su esposa en Bogotá, al mismo tiempo que a su familia en Venezuela. Pero funciona. Es, dehecho, la clave de la presencia de tantos venezolanos en el sistema masivo de buses:

«Con 100 mil pesos colombianos que mande mensuales, es más que un sueldo mínimo de allá. Mi familia sobrevive con eso allá».

Oriana, códigos civiles y cajas de golosinas

Ella también viste una camiseta deportiva, esta vez de un equipo de fútbol de Caracas. Viene de Charallave, Valles del Tuy. Aún no reconoce la mayoría de estaciones de TransMilenio, por lo que tiene jornadas agotadoras, trabajando cada vez en un sitio nuevo y desconocido. Llegó a Bogotá hace dos meses. «Vine porque teníamos la necesidad. Ya el salario mínimo [de Venezuela] no nos ayudaba a cubrir los estudios, ni a comprar harina para un mes o una semana». En Venezuela estaba a punto degraduarse como abogada, pero el hambre, literalmente, pudo más. Tuvo que dejar atrás a toda su familia, incluida la adorada abuela. «Me tomé el atrevimiento de trabajar en TransMilenio vendiendo maní y gomitas. En dos días trabajando enTransMilenio hago lo que hace un trabajador en Venezuela en todo un mes».

Más allá de la evidente ventaja en la balanza económica y el juego de divisas, surge una pregunta: ¿Qué puede hacer que alguien que está a punto de recibirse como abogada de una acreditada universidad, migre hacia otro país para vender gomas en un bus?

Cristian, la imposible venta de arepas rellenas en un TM

«El frío es horrible. Me pintaron que aquí iban a discriminar a los venezolanos, pero no es así». En efecto, Cristian está ataviado con una gruesa chaqueta, gorro y guantes de lana. En Santa Cruz, Carabobo, estaba acostumbrado al clima caliente, por lo que esta cuidad supone para él una tierra doblemente extraña. Pese a eso, se debe reconocer que Bogotá ha tenido una larga tradición en recibir a todas las personas, sin preguntar de dónde son, aunque nunca había sufrido una migración masiva desde otros países. Con todo, Cristian no ha sentido ningún brote de xenofobia. Solo a un amigo suyo, F, una vez le gritaron que se devolviera a su país, aunque siguió vendiendo  brownies hasta que pudo ahorrar para un bafle. Ahora canta baladas cristianas, también en los buses de TransMilenio.

Cristian se dedica a la improbable venta de arepas en los buses del sistema. Cuando las horas pico inflan el número de pasajeros hasta que no queda un solo espacio en el bus, las vende a las afueras de las estaciones, totalmente golpeado por el frío. Sin embargo, no considera que esté en una situación extrema.  «Es difícil y triste comerse un plato de comida aquí sin saber si tus familiares lo pueden hacer allá. Eso sí es difícil».

TransMilenio ofrece a los venezolanos la ventaja de ser un sistema cerrado, con cientos de buses que circulan por rutas ampliamente conocidas y miles de personas como público flotante cada día. Gracias a eso, los venezolanos no deben recorrer las duras calles de Bogotá, una ciudad que casi duplica en tamaño a Caracas. Y aunque la venta de comestibles está prohibida, tanto por los reglas del sistema como por el Código de Policía, los venezolanos prefieren arriesgarse a las sanciones (incautación de la mercancía que comercializan, expulsión del sistema de buses) antes que volver a un país que está cada vez más en el ojo del huracán por su crisis social. Cristian lo sabe. Entiende que está ejerciendo una actividad situada en una zona gris entre la legalidad y lo no legal. Sin formalizar sus papeles, pese a la flexibilidad que ofrece al respecto el Gobierno de Colombia, él parece no tener otra opción. La diferencia económica entre los dos países se invirtió con el tiempo, cuando el país vecino dilapidó su bonanza petrolera en un movimiento insensato. «Cuando me vine, en Venezuela un salario mínimo estaba en 75 mil bolos [bolívares], que acá vienen siendo 45 mil pesos. Eso no alcanza para nada».

¿Hacia dónde va el bus?

Los venezolanos en TransMilenio habitan junto a un sector de la informalidad compuesto por gente venida de toda Colombia. Entre intérpretes de “rap consciencia”, personas mutiladas, mujeres con hijos en brazos, víctimas del conflicto y jubilados sin pensión, los venezolanos luchan por hacerse espacio en un lugar del bus para exponer su caso y asegurar la venta. Si el salario mínimo de Colombia equivale a ocho salarios mínimos en Venezuela, el juego cambiario que multiplica los pesos colombianos en bolívares es solo una fórmula ideal que permite el arribo masivo de personas del vecino país. La situación no tiende a cambiar más que hacia el empeoramiento: Venezuela aumenta progresivamente su hiperinflación, el desabastecimiento y la división social, expulsando a sus ciudadanos hacia otras fronteras de forma definitiva.

Pero William D., vendedor de pastillas de menta en TransMilenio, no puede hablar de hiperfinflación, o de izquierdas y derechas. Él habla como un hombre sencillo, reducido a la búsqueda de sustento y con una gran lección de humanidad para los bogotanos. Habla en nombre de las dos hijas que dejó en Turmero, de sus familiares y de los que conoce y buscan salir del país:

«Piensen que cada venezolano que se monta en TransMilenio diariamente a vender, no es solamente una persona, son cientos de personas que se quedan allá en Venezuela, sin comida, y que nosotros mantenemos desde acá».

Dicho esto, los pitos del sistema TransMilenio anuncian la llegada de un nuevo transporte. William se sube a un bus que no lo va a llevar de vuelta a Venezuela, allí a donde sueña regresar, pues dará recorridos circulares por las brutales troncales de Bogotá en lo que resta del día.

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